sábado, 26 de marzo de 2011

Kaputt / Curzio Malaparte (Prato, Toscana 1898 – Roma 1957)


Leyendo Kaputt (obra de Curzio Malaparte publicada por primera vez en Nápoles en 1944 y nuevamente reeditada por Galaxia Gutenberg en una fantástica traducción), tengo la sensación de estar visitando una pinacoteca, un museo (en varias ocasiones del horror) con una sucesión de cuadros o escenas. En esta visita me detengo ante retratos con escenas de ocas que, pasadas a cuchillo (o “fusiladas en un paredón por miembros de las SS” como imagina el autor), reposan sobre bandejas de plata rodeadas de patatas descuartizadas como compañeras de lecho, rememorando naturalezas muertas y bodegones al estilo del pintor francés Georges Braque.
Ostras / Geroges Braque
También observo cuadros impresionistas con cielos como los de Pierre Auguste Renoir; o tropiezo con el surrealismo costumbrista de Marc Chagall. Me viene a la mente Van Gogh al leer algunas metáforas como la de los girasoles vigilantes con su ojo negro polifémico y sus rubias pestañas.

Girasoles / Vincent van Gogh
 
Le Pont Neuf /
Pierre-Auguste Renoir



Sigo leyendo al ritmo que marca el libro, un ritmo lento, pausado... y esa cadencia permite obsevar con claridad escenas que parecen estar enmarcadas con la Nueva Objetividad de George Grosz: con esa descomposición grotesca de carne y espíritu, con ese caos pictórico que trata de desenmascarar a los que se beneficiaron de la guerra, que no fueron otros que gobernantes, militares, curas y demás.

Los pilares de la sociedad / George Grosz

Algunas escenas descritas en la obra son tremendamente impactantes, como la de los caballos del Ládoga, con sus cabezas emergiendo del lago como piezas de ajedrez sobre un tablero de hielo:
“Al día siguiente, cuando las primeras patrullas de sissit, con los cabellos chamuscados, los rostros negros de humo, caminando con cuidado sobre las cenizas todavía calientes del bosque carbonizado, llegaron a la orilla del lago, un espectáculo horrendo y maravilloso surgió ante sus ojos. El lago era como una inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballo. Parecían cercenadas por el corte limpio de un hacha. Las cabezas eran lo único que emergía de la costra de hielo. Todas miraban hacia la orilla. En sus ojos abiertos ardía aún la llama blanca del terror. Al borde de la orilla, una maraña de caballos furiosamente encabritados sobresalía de la cárcel de hielo.”
“Durante la noche bajó el viento del Norte. (El viento del Norte baja desde Murmansk como un ángel, gritando, y la tierra muere de repente.) Empezó a hacer un frío terrible. De pronto, con su característico sonido de vidrio agrietado, el agua se heló.”

(Para los más escépticos, les invito a leer un capítulo dedicado a este increíble suceso, sacado de la obra La hora de embriagarse: ¿Tiene sentido el universo? del reconocido astrofísico canadiense Hubert Reeves, donde explica el fenómeno de la Sobrefusión y su relación con los caballos del Ládoga. Dejo el enlace a este texto en el apartado de Referencias).
 
Escultura dedicada a los caballos del Ládoga en Moscú

Todavía tengo en la retina la escena que narra la aventura de ese niño de trece años que, después de disparar el sólo contra todo un ejército nazi desde un pueblo abandonado, es capturado y puesto a disposición de un soldado para ejecutarlo. El capitán alemán, en un ataque efímero de compasión al verlo tan joven, decide jugar de forma macabra con el niño a adivinar cuál de sus ojos es de cristal: si acierta salva la vida...desde luego que es un juego ideal para niños. El muchacho acierta sin vacilar y el capitán, receloso por tan rápida respuesta le pregunta cómo lo ha averiguado: “Por que es el único que tiene expresión humana” responde el crío con sorprendente firmeza.

Son innumerables las anécdotas que se suceden en el libro. Recuerdo con ternura la de un matrimonio alemán con dos niños pequeños. Ante el bombardeo de los ingleses uno de los niños cae enfermo a consecuencia del miedo; los padres, con una entereza admirable, deciden hacer de esa guerra un juego, convirtiendo las bombas lanzadas por los aviones ingleses en regalos para los pequeños. Ante cada estallido, padres e hijos gritan de alegría. Cuando los aviones se alejan los niños salen corriendo al jardín y encuentran sus regalos repartidos entre la hierba: una muñeca por allí, un caballo de madera por allá... Me recuerda a la película de Roberto Benigni La vida es bella, donde el protagonista, Guido, decide hacer creer a su hijo Josué mientras están en un campo de concentración que todo se trata de un juego en el que sólo ganará si no se deja ver por los "gruñones" guardias alemanes. 

Malaparte describe con habilidad cómo toda una generación quedó reducida a escombros, al igual que los edificios derruídos por las bombas; plasma en un magnífico mosaico a una generación moribunda que hizo kaputt y que deberá renacer de su cenizas.


Navegando por internet he leído comentarios sobre la dudosa credibilidad de algunos acontecimientos que narra Malaparte en su obra: como el de los caballos del Ládoga; en otros se le tacha de fabulista: como en el episodio del niño y el ojo de cristal. Lo único que puedo decir al respecto, es que no me importa en absoluto si lo que estoy leyendo lo vivió realmente el autor o no; me importa la manera de contarlo, las sensaciones que te atrapan, la habilidad del narrador para hacerte cosquillas en el alma: eso es literatura de verdad y mucho más de lo que le puedo pedir a un libro.
Curzio Malaparte es literatura... y de la buena.

Referencias

jueves, 17 de marzo de 2011

Seis personajes en busca de autor / Luigi Pirandello (1867 – 1936)

Luigi Pirandello (Sicilia, 1867 – Roma 1936)


Lo único que no me gusta de los libros, si hay algo que reprochar, es que impiden que pueda leer otro. Cuando estoy a punto de terminar una obra miro por el rabillo del ojo la siguiente víctima y empiezo a sentir una especie de cosquilleo de satisfacción pensando en lo próximo que voy a escoger... Es como desenvolver un regalo. Me gusta plantarme delante de los estantes de mi biblioteca y observar los libros con detenimiento. Es un ritual que hago siempre antes de elegir lo que voy a leer. Incluso sin nada que leer, en determinadas ocasiones, desplazo la vista a izquierda y derecha, arriba y abajo, hasta que saco algún ejemplar que empieza a girar en mi mano y, en un abrir y cerrar de páginas, vuelve de nuevo a su lugar... En ocasiones me topo con alguno que leí hace muchos años, siendo aún niño, y lo empiezo a ojear... es como diseccionar la memoria para ver los recuerdos. Me sorprendo recordando incluso lo que hacía exactamente al leer ese párrafo, esa frase, al ver esa ilustración... Algunos de los mejores momentos venían cuando el termómetro de mi cuerpo superaba los treinta y ocho y la gripe me impedía ir al colegio, obligándome, con un poco de cuento (todo sea dicho), a estar en cama un día entero entre zumos de naranja y tebeos de El guerrero del Antifaz. En otros, recuerdo tardes oscuras de silencio, viento y agua; tardes de tormenta que obligaban a desconectar cable y antena del televisor mientras sentado frente a la poca luz que entraba por el cristal, devoraba las Narraciones extraordinarias de Adgar Allan Poe... Es fantástico poder recordar todas esas cosas al pasar unas pocas páginas. Por eso, romanticismos aparte, nunca sustituiré un libro viejo, usado y roto por una tableta con pilas (llámese e-book, Ipad, o como sea.).
 
En fin... recordaba todas estas cosas al toparme con un pequeño ejemplar que apenas se veía entre el estante: “Seis personajes en busca de autor”; obra dramática de Luigi Pirandello representada por primera vez en Italia en 1921 y que le dio, ipso facto, resonancia europea y mundial acompañada por discusiones y polémicas. Tanto es así que el mismo día de su estreno se formó una buena “tangana” entre los espectadores que estaban a favor y en contra de la obra; empezaron dentro del teatro y continuaron después en la calle llegando incluso a las manos... a torta limpia.

En su teatro Pirandello advirtió con claridad la imposibilidad de presentar al hombre problemático moderno continuamente cambiante (“no hay hombre –había escrito en el ensayo sobre el humorismo citando a Pascal- que se distinga más de otro que de sí mismo a lo largo del tiempo”), con la técnica usual del “carácter”, del personaje con rasgos definidos, siempre igual a si mismo. Por eso creó “pesonajes” saliendo incluso de los límites de lo real para llevar a la escena fantasmas que asomaban a su fantasía de artista, aún por definir; es decir, sin haber intervenido en una obra ya completa, y que sin embargo están ansiosos por vivir. De esta manera surge la pregunta que se hace el propio autor:
“¿Qué autor podrá contar alguna vez cómo y por qué un perso¬naje nació en su fantasía? El misterio de la creación artística es el mismo misterio del nacimiento. Puede ser que una mujer, amando, desee convertirse en Madre, pero el deseo por sí sólo, por más in¬tenso que sea, no basta.”
Y así, la Fantasía, ejerciendo como diosa de la fertilidad, provoca el nacimiento de seis personajes gestados en la mente del autor. Autor que, después de crearlos se niega a representarlos en alguna de sus obras. Pero estos personajes, no resignándose a permanecer en el olvido, se independizan del autor que los creó y se dedican a deambular por los teatros en busca de algún otro que los haga definitivamente inmortales.

Así comienza esta historia... con los seis personajes irrumpiendo en un teatro durante el ensayo de una obra (curiosamente una obra de Pirandello: El juego de roles). La incredulidad del director y los actores de este teatro es tremenda, sobre todo cuando estos personajes se presentan como tales... como personajes que proceden de la fantasía del autor que los creó vivos y, sin concluir la historia, los abandonó sin volver a hacer caso de ellos.

Cada personaje cuenta su historia, pero reviviéndola a su manera, compadeciéndose solamente así mismo. La tragedia de cada uno es que no puede tener otra vida, pues siempre va a ser la misma: el padre con su vergüenza de haber coincidido con su hijastra en la casa de citas de cierta Madama Paz; la Madre, el personaje más trágico de la obra, con esa imagen tan grotesca al llevar a sus dos hijos de la mano (“Es, en resumen, naturaleza...”, dice el autor); hijos de la mano de su madre que permanecen en perpetuo silencio; silencio necesario ya que están muertos y ese es su papel; la hijastra, que se siente la única víctima de toda la historia culpando a todos de su situación; otro hijo que, negándose a representar una tragedia, solo acepta el papel de cómico, pero su lugar en el escenario está situado donde ocurren los acontecimientos más trágicos de la historia y no puede ser otro. Cada uno de ellos lleva tatuado el destino trágico que le corresponde... imposible de borrar.

La obra forma parte, junto con Cada uno a su manera y con Esta noche se representa improvisando, de la trilogía del “Teatro en el teatro”, tratando en todas ellas de un modo particular el conflicto entre personajes y actores.

Pirandello sitúa en el mismo plano realidad y fantasía. En un mismo escenario convergen actores y personajes y el mero hecho de que buena parte de la acción transcurra en las escaleras que dividen escenario y patio de espectadores es una muestra clara de las pretensiones del autor italiano: trasladar al espectador a ese mundo de fantasía y hacerlo partícipe de la obra.

Referencias
  • Petronio, Giuseppe. Historia de la literatura italiana. Madrid : Cátedra, D. L. 1990
  • Diccionario literario de obras y personajes de todos los tiempos y de todos los países. Bompiani, Valentino (ed. lit.). Barcelona : Hora, 1992. Vol. IX, p. 505-506
  • Diccionario de autores de todos los tiempos y de todos los países. Bompiani, Valentino (ed. lit.). Barcelona : Hora, 1992. Vol. IV, p. 2164-2170

viernes, 4 de marzo de 2011

Alegoría del Invierno / Jean-Antoine Houdon (Versalles, 1741 - París, 1828)

Houdon Jean-Antoine - Alegoría del Invierno (Musée Fabre. Montpellier, 1783)

Dicen que un libro conduce a otro... y es totalmente cierto. En este caso puedo decir que una escultura lleva a otra. Después de mi experiencia con Amor y Psique, de Canova, no he podido resistir la tentación de seguir indagando en esa época que los expertos denominan Neoclasicismo. En este viaje a través del mármol, de la Italia de Canova me he trasladado a la Francia de Jean-Antoine Houdon.


Para acercarnos un poco más a este artista, puedo decir que dedicó prácticamente toda su carrera al retrato a pesar de que en un princípio no le llamase esta técnica. Llegó a establecer criterios totalmente nuevos de verosimilitud física y psicológica que reflejan el pensamiento ilustrado.

Durante su estancia en Roma Houdon diseñó un ecorché (término francés para la figura anatómica desollada sin la piel y con los músculos al aire) que pasó a convertirse en parte del equipamiento básico de casi toda academia de arte. Como retratista, habría de estudiar a sus modelos como lo había hecho con los cadáveres para la ecorché, es decir, tomando medidas exactas de la realidad. Esta preocupación por la exactitud de los rasgos no les hizo perder vitalidad, al contrario, las dotaba con una nueva autenticidad.

Su primer gran triunfo como retratista es el busto de Diderot (1771). Las alabanzas de los críticos insisten en su “naturalidad”, en la forma en que nos transmite la personalidad del modelo. Lo que lo distingue de todos los retratos anteriores en busto es la aparente ausencia de estilo reconocible, como si el escultor hubiera suprimido su propia individualidad. Proyecta una sensación de “presencia viva”. Aquí, por primera vez, nos conocemos a nosotros mismos; el Diderot de Houdon es la primera imagen del hombre moderno: escéptico, antihéroe, con su peculiar mezcla de emoción y racionalidad.

El Voltaire de Houdon, para quien posó semanas antes de su muerte, fue aclamado como su mejor obra. El Voltaire sentado es un retrato “heroicizado”, envuelto el frágil anciano en una toga romana con algo de pelo, aunque carecía de ello por completo. El Voltaire sentado se convirtió en monumento público. El objetivo, acorde con la nueva actitud moralizante del reinado de Luis XVI, era “reavivar la virtud y el patriotismo” del público. La idea tuvo su origen en Francia, pero fueron los ingleses los primeros en llevarla a cabo con el Templo de Glorias británicas.

En 1778, cuando Houdon se convirtió en francmasón, tuvo ocasión de conocer y de retratar a Benjamín Franklin y las replicas del busto difundieron la fama del artista por el nuevo mundo. Así, cuando el congreso de Virginia decidió encargar una estatua en mármol de George Washington, la elección más natural era Houdon. La estatua no se levantaría en la rotonda del Capitolio del estado de Virginia hasta 1796.


Pero no estoy escribiendo esta entrada por los bustos y retratos de los Grandes Hombres o los Ilustrados. Mi atención está completamente dedicada a su obra Alegoría del Invierno, finalizada en 1783.

Veo a una mujer joven, ligeramente cubierta por un velo. Esta prenda oculta su cabeza, se desliza por sus hombros, sin llegar a cubrir completamente los brazos y, cruzando entre sus piernas desnudas, cae hacia el suelo, volviéndose a elevar para, al final, posarse en la boca de un jarrón, de aspecto clásico, situado justo detrás de la mujer. Su postura, ligeramente encogida y con los brazos cruzados sobre el regazo proporcionándose calor, es la única nota de calidez que transmite el conjunto.

Si hago honor al título de esta obra pienso, en un primer momento, que Houdon ha querido representar el Invierno metamorfoseándolo en una diosa, dotándola con los atributos de una mujer para aproximarla a nosotros, a los mortales.

Pero fijándome más detenidamente no puedo dejar de sentir cierta inquietud... El mero hecho de intentar cubrir su cuerpo con sus propios brazos, sin ayuda aparente de nadie que pueda estar cerca, acentúa la soledad de la imagen. Bajo la vista y me fijo en sus pies... que pisan levemente el velo y se elevan discretamente apoyados en la base del jarrón ligeramente roto. Todo este conjunto: su soledad, su desnudez, su rostro inclinado con apariencia de no querer mirar al frente, la proximidad de ese jarrón dañado de aspecto clásico... todo esto, repito, me hace pensar en una mujer atrapada, “arrinconada” si me permitís la expresión, asustada ante una tragedia reciente; pienso en una mujer que, en la Pompeya devastada por la erupción del Vesubio, ha perdido todo teniendo como único refugio un velo y como único apoyo un deteriorado jarrón. O quizá es la víctima de una auténtica tragedia griega de Esquilo, de Sófocles... En fín, prefiero pensar que se trata de un homenaje al invierno.



Referencias

  • Neoclasicismo y Romanticismo : arquitectura, escultura, pintura y dibujo : 1750-1848. [editado por Rolf Toman]. Colonia : Könemann, 2000
  • Rosenblum, Robert. El arte del siglo XIX. [H. W. Janson ; traducción, Beatriz Dorao Martínez-Romillo, Pedro López Barja de Quiroga]. Madrid : Akal, 1992

jueves, 3 de marzo de 2011

El retrato de Dorian Gray / Oscar Wilde (1890)

Hay momentos, sensaciones, que nuca quieres que se acaben. Quizá por eso siempre dejo para el final algo que me gusta mucho. Antes de disponerme a devorarlo, intento dejar pasar un tiempo... esos instantes previos al “asalto” hacen que se prolongue la sensación de placer, permiten que pueda vislumbrar más lejos el final y mantener totalmente intacto ese objeto de deseo.

Eso mismo pensaba antes de comenzar con la obra que hoy me dispongo a comentar: El retrato de Dorian Gray. Obra que ocupa un lugar privilegiado en mi biblioteca personal y que seguro no deja indiferente a nadie como en mi caso.

¿Cómo explicar el ideal del placer y la belleza a la sociedad victoriana, clasicista y puritana de la Inglaterra de finales del siglo XIX? Imagino que eso mismo es lo que se preguntaría Oscar Wilde al enfrentarse con su novela más conocida. Quizá por eso mismo decidió incluir un prólogo o prefacio, a modo de calzador, que explicase su idea del arte y de la belleza a una sociedad plagada de prejuicios. Este libro, por encima de todo, es eso mismo: una alegoría de la belleza y del hedonismo que proclama el placer como fin supremo de la vida.

Los principales protagonistas de esta historia aparecen rápido en escena: Basil Hallward, pintor que intenta ganarse fama y moralista convencido; Lord Henry Wotton, sólo conoce una palabra: placer; el principal de todos ellos, Dorian Gray, joven considerado de gran belleza y musa del pintor Basil para su obra culmen.

Con estos tres personajes, Wilde diseña la obra como una especie de triángulo pitagórico en cuyo vértice podríamos situar al joven e indeciso Dorian Gray y en cuya base, trazando líneas tensas de gran influencia, al artista y al dandy vividor. Me viene a la mente la historia (relatada Jenofonte en palabras del sabio Pródico en un fragmento de “Las Horas y las Estaciones”) de un Hércules recién salido de la infancia y en la edad en la que los jóvenes, no dependiendo más que de ellos mismos, se muestran indecisos sobre el camino a elegir. En el trance de esa duda aparecen las diosas Virtud y Vicio (o como esta última puntualizaría "Mis amigos me llaman Felicidad, pero mis enemigos, para denigrarme, me llaman Vicio") dispuestas a luchar por el alma del joven.

Lord Henry ataca sin piedad:

“Y la belleza es una manifestación de genio; está incluso por encima del genio, puesto que no necesita explicación. Es uno de los grandes dones de la naturaleza, como la luz del sol, o la primavera, o el reflejo en aguas oscuras de esa concha de plata a la que llamamos luna. No admite discusión. Tiene un derecho divino de soberanía. Convierte en príncipes a quienes la poseen.”
Con esta elocuencia, exponiendo un nuevo tipo de hedonismo, Lord Henry Wotton penetra hasta el último átomo de la conciencia de Dorian Gray, que descubre, con absoluto convencimiento y fascinación, que la belleza es el jeroglífico que muestra la fórmula para alcanzar el placer y el vértice de la pirámide que representa la vida... La Virtud ha sido derrotada de forma aplastante por el Vicio.

Me dejaba a un invitado más en la trama... El Diablo; pero me vais a perdonar, pues no lo veía ya que se encontraba camuflado en la belleza de los rasgos que componen el retrato de Dorian Gray pintado por Basil.

“Ten cuidado con lo que deseas...” me pareció decir en otro apartado de este blog dedicado a La piel de Zapa de Balzac. Eso mismo debería haber tenido en cuenta Dorian cuando decía:

Y el deseo se hizo realidad... el hombre perdió su alma que quedó sepultada bajo un gran marco barroco; a cambio lo dotó de una belleza permanente. Esa belleza llevaba implícita una deuda que tarde o temprano se tendría que saldar.

Sybil Vane, joven y hermosa actriz de un teatro oscuro y chabacano londinense, fue la primera víctima del magnetismo despiadado que ejercía la figura de Dorian. Ella se enamoró profundamente de Dorian Gray, más bien de lo que representaba pues no hacía más que llamarlo su “Príncipe Azul”. Lo mismo le ocurrió a él al pensar que amaba a Sybil Vane; realmente estaba enamorado de las creaciones de Shakespeare que ella representaba de una manera encantadora. Así, tan pronto amaba a Julieta un día, como a Rosalinda una noche y Porcia otra. Quedaba embelesado de la alegría de Beatriz, y las penas de Cordelia calaban hasta lo más profundo de sus huesos. Ambos se enamoraron de sus ídolos sin pensar que tendrían que convivir con la persona, con sus defectos. No imaginaban que el telón al final siempre termina bajando. El retrato de Dorian estaba dispuesto a mostrar su sonrisa más siniestra y a marcar, a su vez, la transfiguración que una obra de arte puede impregnar sobre la realidad.

Uno de los aspectos de la novela es su carácter oscuro y gótico, patente en fragmentos como el siguiente:

“Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo habían llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides. Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y juramentos que salían de patios melancólicos.”


“–¡Qué triste resulta! ... Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría… , ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!”

Después de esta experiencia Dorian Gray ya no buscó el amor, se dedicó por completo, en cuerpo, que no en alma, a la búsqueda del placer, a saciar sus instintos a la vez que aniquilaba el alma de sus víctimas. Ninguna persona quedaba indemne al contacto de tan oscuro y a la vez brillante objeto de deseo; todas quedaban destruidas moral y socialmente.

No quiero dar más detalles pues creo que hay base suficiente como para enganchar al lector que quiera sumergirse en esta obra increíble de estética decadente, mezcla de realidad y fantasía.

Portada de la primera edición de El retrato de Dorian Gray

Referencias

  • Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. [traducción de José Luis López Muñoz ; prólogo de Luis Antonio de Villena]. Madrid : Unidad Editorial, [1999]

 
 

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